lunes, 19 de enero de 2009

Una espiral reluciente crece, girando, sobre la azul línea del horizonte, ascendiendo en solar trayectoria hasta llenar el cielo, devorando las estrellas con su sonido de campanas y violines tocando melodías al revés. Tras la espiral, como haladas por un cordel invisible, se alzan repentinamente las montañas, violentas y sincopadas erecciones de tierra y roca colisionando, transformándose, eyaculando en las entrañas del infinito e inalcanzable techo que las cubre, madre eterna y padre eterno, sin necesitar para serlo más que existir y contener.

La lava corre, líquida y brillante semilla de fuego, convirtiendo su rojo resplandeciente en un canto a la pronta desaparición de sí mismo. Sabe que su muerte le traerá una permanencia eterna y gris; ésa es su condición, y cumple con su cometido sin rechistar. No hay más opciones, nada arde eternamente.

La ceniza flota en el aire, nube de cambio que alimentará a la nueva vida una vez decida posarse. Un día, ésa ceniza será bosque, el bosque será insecto y el insecto será pájaro.

Todos tenemos alas en algún momento. Todo vuelve al aire, del aire a la tierra, de la tierra al fuego, del fuego a todo. Todo es fénix.
Todo es.
Todo.
Cenizas.

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